jueves, 30 de agosto de 2012

"DESOBEDIENCIA" Por Carmen Nagy


Mi hermano pasaba por casa para coger algo de comida y agua y corría angustiado de vuelta a la plaza. Él y sus tres mejores amigos pasaban allí las horas, cantando, gritando o incluso corriendo. Mi madre se lamentaba, sobre todo, porque él era un joven prometedor con estudios y de seguir así perdería cualquier opción de trabajar. <<Mujer de poca fe>> le recriminaba mi hermano, o mi padre, o posiblemente ambos.
Ella, la desconfiada de la casa, ponía música mientras limpiaba y subía el volumen del viejo aparato cuando se acercaba algún grupo de manifestantes. Hacía como si no ocurriera nada, pero cerraba sus ojos con angustia. Su único hijo era uno de aquellos locos; nos condenaría a todos.
Él nunca estaba quieto. No recuerdo un solo día que hiciese todas las comidas en casa, y desde que empezaron las revueltas aquello se agravó, igual que su expresión cansada, o feliz, o posiblemente ambas.
La mañana del domingo, la desconfiada y el inquieto pelearon a voces. Un par de vecinas se asomaron a sus balcones para poder oír mejor el portazo que daría antes de correr de nuevo hacia la explanada de Midan Tahrir. 
Resbalé de la cama, me abrigué y casi rodé por las escaleras. La vi de reojo subiendo aun más el volumen. Corrí en la dirección que siempre cogía el inquieto y, no sin dificultades, encontré su mano entre muchas otras y la apreté mientras él se debatía entre la emoción y el desaliento de la responsabilidad de retenerme.
Aquella mañana en la plaza, el ejercito dejó de mirar a los inquietos y les dio las espalda para dejar de vigilarles, o para apoyarles, o posiblemente ambas cosas.
Mi hermano me levantó del suelo agarrándome por los hombros y me dijo <<Cuando dé clases de historia a niños como tú, hablaré de este día, y de mi valiente hermana>>.
Quién podría imaginar, que ayudé sin darme cuenta, a sacudir con fuerza el mundo solo por estar allí.
Carmen Nagy

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